CRÓNICA DE UN VIAJE FUGAZ E INTERMINABLE

Estación Bellas Artes. No soy buena aquí para ubicar las salidas. No me he esforzado en aprender, y me gusta sorprenderme a mí misma. Esta vez la sorpresa es de lo más agradable. Apenas asomo la cabeza por la salida de este subterráneo y logro ver esta imagen que acelera los latidos de mi corazón: a mi izquierda, con toda su historia y magnanimidad, se encuentran el Palacio de Bellas Artes y la Torre Latinoamericana. Plenos y altivos, orgullosos y míticos, estoicos y eternos. Mi alma se ilumina y mi inspiración encuentra aquí la respuesta que no puedo darle durante mis ausencias.

Miro hacia la derecha: veo la Alameda Central con su cotidiana efervescencia, con el fluir natural de sus paseantes. Siempre nueva y siempre vieja. Siempre bulliciosa y activa como un cuadro en movimiento. La histórica Alameda de Carlota y de Diego Rivera. El más efervescente de los puntos intermedios en el que pasado y presente se detienen a conversar, a contemplarse con complacencia. Me parece, por ese breve instante en el que mi mirada se detiene en su rielar, que la vida de sus personajes es conmovedoramente apacible, como de ensueño: una especie de vértice perdido en medio de la no menos irresistible agitación caótica del resto de la ciudad.

Con paso lento recorro la explanada del Palacio. Es curioso, porque es como si hubiera venido solamente a asegurarme que todo está bien, que todo ha regresado “a la normalidad”. Y efectivamente, así es. Tal vez sean otras gentes, pero ante mi vista las imágenes siguen siendo las mismas: los turistas desplazándose en diferentes trayectorias, gente entrando y saliendo del recinto, otros sentados en las escaleras, muchos, muchos otros, tomando fotografías. Sí, todo sigue igual, como la vez anterior, como cuando estuve aquí las pasadas vacaciones. Mi amada ciudad se recupera pronto, y por lo menos en sus calles pareciera no haber rastro alguno de la grave enfermedad que la aquejó. Antes dije que fue entonces cuando el tiempo se detuvo, y quizás fue así, pero esta sensación es diferente: esta tranquilidad de regresar y encontrar todo igual realmente me hace sentir que es ahora cuando el tiempo se detiene, como si hubiera una pausa que al desactivar me permitiera seguir haciendo este eterno e incansable recorrido por sus venas de asfalto.

Me dirijo hacia la calle Tacuba. Mis ojos se topan con La Casa de los Azulejos y solamente con mirar ya me siento parte de la historia. Me invade un regocijo inexplicable. Otra vez esa sensación de pertenecer…de pertenecerle, de integrarme a ella como materia viva y luminosa. Esta vez no solamente mi pensamiento está aquí, sino también mi cuerpo. Camino sobre sus calles empedradas dejando huella, como todos los que con su presencia y sus voces les han dado vida y sentido. Soy parte de la historia, de SU historia, y ELLA es parte de la mía. Y nunca ser parte de la historia me había hecho sentir tan feliz.

Me detengo en la esquina. Amo incluso estos típicos cruces peatonales en los que mecánicamente me adhiero a la profusa multitud para evitar ser atropellada por algún auto. Ahí vamos todos, y por ese breve instante, formando parte de esa masa, tenemos un fin en común.

Encamino mis pasos hacia el MUNAL. ¡Qué majestuosidad de museo, qué belleza de fondo y de forma! He de aceptar que siempre al entrar me intimida un poco su estilo formal e imponente, próvido de elegancia. Levanto la vista hacia los enormes carteles que muestran la imagen de Octavio Paz. Lo admiro más cada día. Ansiaba entrar. Pero sabía que, de hacerlo, necesitaría muchas horas más de las que disponía antes de partir. Solamente pregunté hasta cuándo estaría la exposición, me dijeron que hasta el 23 de agosto. Respiré aliviada. Sabía que tendría la oportunidad de disfrutarla en julio que regresara. Salí y observé (por supuesto) la famosa estatua “del caballito”. Ja, ja, ja. No deja de ser gracioso que todo mundo conozca al monumento por este nombre cuando en realidad se llama “Carlos noséquénúmero”. Es de las pocas ocasiones en las que celebro la ignorancia de la gente (incluyendo la mía) porque ese señor fue uno de esos reyes que conquistó a nuestro país y luego mandó construir la estatua para vanagloriarse, sin imaginar que con el tiempo la gente lo olvidaría y le daría más importancia al caballo que a su persona. Por supuesto que es  para reírse con ganas y con ironía.

Continúo por la calle Tacuba. ¡Qué bien se siente caminar anónimamente, libre de miradas! ¡Si aquí hasta me da gusto ser invisible! Luego decido seguir por Madero. La verdad es mi calle favorita y esto debe ser porque aquí están la librería Gandhi y los helados Santa Clara (¡mmmmm!) Bueno, me gusta por muchas cosas, me resulta una calle bastante familiar… Llego al museo del estanquillo y me dispongo a entrar por segunda vez. Tenía ganas de ver la exposición dedicada a “Tin Tan” (sí, nada que ver con Octavio Paz u otros Héroes Literarios, pero me cae súper bien) y de tomar algunas fotos en la terraza, me encanta la vista desde allí. Empiezo a recorrer las salas (me encanta porque cada sala está en un piso diferente) utilizando la escalera porque es un medio de traslado solitario; y no recurrido y multitudinario como el elevador. Encuentro sorpresas agradabilísimas, pero sin duda las mejores de todas son: la autocaricatura dibujada por mi maestro de maestros Xavier Villaurrutia, (la cual ni siquiera sabía que existía, casi caí en shock ante tan grata sorpresa) y las fotos de “Los Contemporáneos” tomadas por Don Manuel Álvarez Bravo, ¡otro maestrazo! ¡Qué fotos tan magníficas! Me quedé ahí un buen rato frente a ellas arrobada, embelesada…Salvador Novo, Carlos Pellicer, Jorge Cuesta, José Gorostiza y por supuesto el único entre los únicos Xavier Villaurrutia (quien quiera que llegara a leer esto debería imaginarme haciendo una reverencia cada vez que escribo su nombre). No podía creer tanta suerte, sobre todo porque mi instinto poético me permitió entrar al museo con la cámara y el teléfono celular en la mano, así que pude sumar a mis recuerdos físicos las proyecciones tangibles de sus irrepetibles e irresistibles personalidades, así como algunas frases de Octavio Paz (reverencia/reverencia/reverencia)  situadas en las paredes que me impactaron. (¿Qué no podrá impactarme de este hombre, cada una de sus frases es una revelación de profunda trascendencia en mi vida?).

La exposición de “Tin Tan” me desilusionó porque parecía apenas la muestra de una exposición debido a su extensión tan reducida. Creo que un personaje como él merece algo de mayor cobertura y profundidad, sinceramente no creo que su familia no tenga más objetos y fotos que los ahí expuestos. Ojalá en algún futuro puedan organizar algo mejor. También observé “de pasada” la exposición dedicada a Guillermo del Toro, la cual me pareció tan bien muy pobre, principalmente porque está basada básicamente en unos videos que se están proyectando, y no digo que no sean interesantes, pero también en este caso creo que faltó más. En fin, después de visitar esta sala, que es la cuarta, pude finalmente acceder a la famosa terraza y me dediqué a tomar las fotografías que tanto anhelaba desde la primera vez que entré. Resulta sumamente motivante encontrar un punto alterno desde el cual poder contemplar las calles de Madero e Isabel la Católica.

Cuando salí eran las cuatro, y no se me ocurría a qué otro lugar podía ir (tomando en cuenta que ansiaba con desesperación entrar a un museo). Lo pensé un poco y decidí regresar al MUNAL. “¿Para qué esperar hasta julio?” – me pregunté. “¡Yo quiero ver la exposición de Octavio Paz AHORA, aunque no la vea completa!,” Y así sucedió. Tuve apenas hora y media para recorrer la exposición con celeridad, aunque esto no me impidió disfrutar muchas de las cosas que vi. En primer lugar, porque ya sabía que no terminaría de hacer el recorrido, en segundo, porque… ¿creen que soy ingenua? Algunas de las salas exponen exactamente los mismos contenidos de siempre, solamente cambiaron las placas de identificación de las obras por otras que en la parte derecha dicen “Materia y sentido: el Arte Mexicano en la mirada de Octavio Paz”. (Lo noté especialmente en las obras de Velasco). No lo sé, a mí esto me pareció un recurso medio tramposo… ¿luego entonces a Don Octavio le gustaban absolutamente todas esas obras? Aunque  tal vez sea eficaz para que las personas que no conocen esas obras las puedan apreciar en su conjunto, pertenezcan o no a los gustos personales de Octavio Paz y a su visión acerca del arte mexicano. Además, por supuesto no todas las salas tienen estas características y hay muchas frases de este gran poeta por todas partes, además de algunos videos en los que habla acerca de sus pintores favoritos y de sus obras.

Y pues sí, dieron las cinco y media y amablemente nos invitaron a salir del museo, porque estaban a punto de cerrarlo. Ay, pero qué feo se siente que te corran de un museo. No se lo deseo a nadie…Ja, ja, ja. De cualquier forma, salí de ahí sabiendo que tengo que regresar, deseando fervientemente hacerlo. Necesito disfrutar de esa exposición con toda calma.

Me frustró pensar que a esa hora todos los museos ya estarían cerrados, y que no podía ir a ningún otro lado. La exposición del zócalo debe estar interesante pero hubiera sido necesario pasar muchas horas formada para poder entrar y obviamente no tenía tiempo. A manera de despedida, me dirigí fervorosamente hacia el Templo Mayor… Si debía pasar los últimos minutos de ese sábado en alguna parte de mi querida ciudad, qué mejor que en la que para mí representa su parte más mística. Me senté enfrente de la vista principal y estuve ahí contemplando un rato esas ruinas, pensando en lo que representan para México, en lo que para mí significan. Lancé mis suspiros al azar y mis palabras al cielo, lo suficientemente silenciosas para que solamente las escuchara Dios, quien me concedió una vez más la dicha de estar aquí nuevamente. Allí pensé también en los profundos significados del tiempo, de la distancia, de los kilómetros y las latitudes. En el espacio físico y la geografía. En todo lo que me separa de mi ciudad. En los medios de los que me valgo para acercarme a ella. En el continuo eje de rotación en el que el sol y la luna cambian turnos y cuyo lapso basta para transportarme de un lugar a otro, en un “abrir y cerrar de ojos”, literalmente. Porque sucede así, y en aquél instante tuve ganas de no volver a cerrarlos nunca, para no tener que abrirlos y no ver más la ciudad que me vio nacer.

Algún pequeño consuelo trae consigo siempre la ralentización de esos últimos momentos. La prolongación tortuosa de la despedida, aunada a la suprema esperanza de vivir nuevamente, una y otra vez, estos momentos. Era hora de entrar al subterráneo, pero no quería hacerlo. Igual que en el momento de salir, mis ojos ansiaban una última imagen intensa y poderosa. El zócalo y los edificios anexos cumplieron (como siempre) con el requisito y bajé lentamente las escaleras para internarme en las obscuras y artificiales entrañas que albergan al que sigue siendo el más representativo de los transportes de esta capital.

Lo que sucedió después es un recuerdo anclado sobre una imagen repetitiva: mi cuerpo asido al asiento de un autobús, mi pensamiento girando alrededor de los caprichos del destino, de los hubiera y otras frases hipotéticas, de los publicitados avances de la ciencia que supuestamente permitirán, en algún futuro, teletransportarnos. Y sobre todo, en el próximo, cercano regreso.

Y definitivamente cerré los ojos, para no darme cuenta de que me alejaba. Me entregué a mi sueño con avidez para no pensar, para no sentir, para callar las voces que gritaban en mi interior. Y no desperté sino hasta que en los contornos de la noche se dibujó la luna del amanecer y uno de sus rayos descansó en mi rostro. Me asomé entonces por la ventanilla: El sueño había terminado.

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